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Patagonia en dos esculturas

Patagonia en dos esculturas- Por Fabio Seleme (*)
A través de dos esculturas tal vez pueda uno asomarse a una diferencia histórica constitutiva entre el norte y el sur de la Patagonia.

A través de dos esculturas tal vez pueda uno asomarse a una diferencia histórica constitutiva entre el norte y el sur de la Patagonia.

A través de dos esculturas tal vez pueda uno asomarse a una diferencia histórica constitutiva entre el norte y el sur de la Patagonia.

A través de dos esculturas tal vez pueda uno asomarse a una diferencia histórica constitutiva entre el norte y el sur de la Patagonia. Porque la clave para entender los modos distintos de anexión e integración que de la Patagonia hizo el Estado argentino se ven cristalizados en dos bronces de la década del cuarenta del siglo pasado que, simétricamente cuestionados y defendidos, rinden homenaje (en distintos roles) al mismo hombre que, a decir de Jauretche, hizo que la extensión volviera a formar parte de la política nacional.
El primero y más conocido de estos monumentos es el instalado en el Centro Cívico de San Carlos de Bariloche. Allí, sobre un pedestal de piedra ideado por Alejandro Bustillo, se emplaza la escultura ecuestre de Emilio Sarniguet que inmortaliza a Julio Argentino Roca como militar.
El segundo monumento se encuentra en la intersección de las avenidas San Martín y Kirchner en la ciudad de Río Gallegos. En una céntrica plazoleta y sobre otro pedestal se observa, de cuerpo entero, a Julio Argentino Roca con estampa de político, esculpido por Luis Bruninx.
La magistral obra de Sarniguet muestra en Bariloche al General Roca con el sobretodo puesto en los hombros, catalejo en mano, pies en los estribos y quepí inclinado a la derecha, montando con gesto de agobio un caballo cuyas patas delanteras aplomadas juntas dan señal de detención. Esto en contradicción con un congelado cogoteo que termina en la cabeza extendida del animal tirando las riendas hacia adelante, como si el instinto de la bestia fuera el origen real de la fuerza expedicionaria. La tensión de movimiento potencial que triangula entre la cabeza del militar, las patas del animal y su hocico apuntando al horizonte evoca por sí sola el “desierto” inmenso y fantasmagórico, que fue objeto de la conquista conmemorada. Es este el monumento al General de un estado que comenzaba a organizarse en las provincias históricas como una nación moderna, pero que se anexaba el norte de la Patagonia (sin ir nunca más allá del río Chubut) con la lógica de un imperio: arrogándose el derecho a la vida a través de la matanza y el desplazamiento de los ocupantes del territorio, permitiendo la posesión de las tierras a la oligarquía vernácula.
La obra de Bruninx, por el contrario, muestra al presidente Julio Argentino Roca de los años posteriores, curiosamente con un sobretodo similar al de la obra de Sarniguet, pero en este caso colocado con corrección y arreglo. Pensativo, en contraposto con el brazo izquierdo apoyado en un objeto velado y un leve gesto esquivo. El artista de origen belga interpreta así la figura del estadista que con su astucia y diplomacia integró la Patagonia sur fijando límites y promocionando su poblamiento y desarrollo bajo una discursividad ya, ahora sí, plenamente moderna. Recordemos que Roca tiene en Río Gallegos además su balcón. Y el “Balcón de Roca”, que aún se conserva sin la casa de la que era apéndice, es tal porque desde allí dirigió la palabra al pueblo de la ciudad luego del pacificador “Abrazo del Estrecho” con el presidente chileno Federico Errázuriz. Este Roca es también el ideólogo de la colonización penal de la Patagonia sur que vivificó los confines con presidios. La obra de Bruninxes el homenaje al jefe de un estado que ya no mata, aunque sí tolera la muerte. La muerte de los mismos aborígenes pero a manos ahora, no del estado, sino de los nuevos dueños de la tierra más austral: sociedades capitalistas extranjeras, especialmente inglesas.
Así, las diferencias entre las esculturas muestran que, de la anexión del norte a la integración del sur de la Patagonia en la Argentina, lo que sucede es un fenómeno transicional, de un poder de matriz soberana a otro de cuño disciplinar donde, para tomar prestados no sólo los conceptos sino las palabras mismas de Foucault “podría decirse que el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado por el poder de hacer vivir y arrojar a la muerte”.
Mientras en el norte patagónico es el estado el que produce la muerte del indio permitiendo la ocupación latifundista, al sur las políticas de estado buscan producir vida (la del preso por ejemplo) dejando morir al aborigen, simplemente, a manos de los estancieros. Roca va del uniforme a la etiqueta, de la frontera a los límites, de la anexión militar a la integración política y económica, del servicio a la oligarquía nacional a la alianza con las sociedades del capitalismo internacional, de la muerte como política pública a la muerte recluida a la intimidad del alambrado. Y de modo expiatoriamente esperable, Julio Argentino Roca, el militar y el político, recibe su monumento al norte y al sur de la Patagonia respectivamente, de parte del sector que ejerció el derecho a dar muerte en cada caso. Así el bronce del monumento de Bariloche se fundió en el Ministerio de Guerra y lo financió un fondo estatal especialmente creado por ley para ese fin, mientras que la obra de Bruninx en Río Gallegos, previsiblemente, fue costeada por Alejandro Menéndez Behety, hijo heredero del victimario estanciero rey de la Patagonia austral.
Más allá de las diferencias, entonces, en las exterioridades de las formas artísticas de Bariloche y Río Gallegos, se convocan naturalmente los espectros de los crímenes primordiales de la Patagonia y la respectiva culpa, con todos sus ecos contradictorios, de modernización y dependencia, de soberanía territorial y economía subsidiaria, de integración y centralismo, de caudillismo y privilegios de élite. En consecuencia, estas materializaciones escultóricas ganan un carácter totémico que convoca al ataque y el alegato, a la ofensa y el desagravio de parte de los extremos ideológicos que resultan impotentes para atravesar el fantasma de la historia. Resultan así ambas obras objetos logrados en torno de los cuales, cíclicamente, se regocija la derecha canalla reivindicando el trauma, en complemento perfecto con el goce indignado de la izquierda boba que redunda en su denuncia.
(*) Docente de la UTN y la UNPA

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