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Columna de opinión: Las cubiertas y el Estado moderno

Las cubiertas simbolizaron otrora el triunfo del automóvil y el camión frente al ferrocarril como medio de transporte de personas y mercancías.

Su desgaste y necesario recambio generó, durante décadas, un gran problema por no saber qué hacer con ellas. Caucho, acero y telas plásticas, contaminantes en extremo, cuyo destino eran los vertederos de basura común. Algunas pocas colgadas de las bordas de embarcaciones de trabajo protegían y protegen aún sus cascos de los golpes en muelles y de otras embarcaciones. Otras pocas demarcaban circuitos de motos y autos y se amontonaban en curvas peligrosas de los mismos hasta que descabezaron a algunos espectadores. También fueron improvisados columpios y espantosos maceteros, depósitos de agua putrefacta anidando mosquitos y otras alimañas transmisoras de pestes varias. Hasta que en un momento algunas pequeñas industrias, no hace mucho tiempo y en pequeña escala, comenzaron a reciclarlas, separando sus componentes para reutilizarlos, como por ejemplo transformando el caucho trozado en la base de canchas de césped sintético entre otras utilidades económicamente marginales.

En los 90 cobraron su primer sentido político siendo las protagonistas de barricadas encendidas, el humo negro de los piquetes de desocupados por las políticas económicas neoliberales. Protagonismo que aparece y desaparece según los recorridos de la economía y la conflictividad derivada de la injusta distribución de la riqueza.

Ahora han vuelto con otro sentido, también político, pero ya no de protesta sino como una marca, un símbolo de la presencia del Estado en el control social, más precisamente del control y la restricción de la circulación del tránsito de vehículos que transportan personas y mercancías por la situación de pandemia en las que estamos inmersos. Un uso que, en principio, parece adecuado ya que, si carecen de otros usos prácticos, no está mal que acompañen a las fuerzas de seguridad marcando los puestos de control y evitando que estos sean “esquivados” o impidiendo el tránsito en circuitos no permitidos con el fin de restringir la circulación de personas y por lo tanto de la peste, eso que hemos denominado “circulación comunitaria”.

Hasta aquí no parece existir problema alguno. Pero quedaron “solas” como un despojo inútil de una de las características fundantes del Estado moderno, el monopolio del uso de la fuerza con el objeto de hacer cumplir la Ley. Quedaron solas en el peor momento, abandonadas, simbolizando ahora la ausencia y el abandono de este rol fundacional del Estado, representando el No Estado justo cuando la pandemia muestra sus peores números de infectados y muertos, muestra su peor momento en ocupación de camas de hospitales, de terapias intensivas, de colapso sanitario, de circulación del virus, de desobediencia a las normas, de falta de responsabilidad social, de empatía y comprensión de la gravedad del problema. Pero la culpa no la tiene la población. Sin lugar a dudas la tienen los responsables de la toma de decisiones que cada día “abren” más actividades cuando más infectados se cuentan, que hablan de mesetas desde un escalón del Aconcagua, que informan con inexplicable optimismo el descenso de utilización de camas de terapia intensiva sin decir que sucedió porque hubo muertos, que usan las siglas UTI y ARM para desdramatizar lo dramático, que deciden mirando TN y Clarín respondiendo a demandas que los fueguinos no tenemos, que deciden “aperturas” cuando los infectados diarios oscilan entre 150 y 200 cuando los epidemiólogos, los que se dedican a las estadísticas y la OMS afirman que por cada caso detectado hay 5 más por lo que la cuenta da 1000 por día.

Bares, gimnasios, jardines maternales, rutas abiertas, salidas al campo, plazas llenas de niños y jóvenes sin ningún cuidado mientras el Presidente nos pone en un lugar de riesgo muy alto que no es solo un discurso ya que, por cantidad de habitantes, nuestras cifras y su progresión en cantidad de infectados hospitalizados y muertos, es un verdadero desastre.

Es entendible cuidar la actividad económica fundamental, la producción y el comercio pero solo aquellos que no impliquen riesgos. Es obvio que el turismo, bares, restaurantes, hoteles, gimnasios, jardines maternales, deberán esperar para luego poder existir, el Estado deberá asistir a esos sectores porque si no cuál sería el motivo para no tener clases presenciales.

En un principio parecía que teníamos condiciones ideales para minimizar los efectos de la pandemia, condiciones climáticas que acostumbran a encierros largos, nuestra condición insular, nuestro escaso apego a terraplanismos y  otros fanatismos extremos pero sin embargo estamos en la peor de las situaciones en la que parece que esperamos la “inmunidad de rebaño”.

Winston Churchill no pensaba en la angustia psicológica ni en ninguna otra consecuencia cuando mandaba, ordenaba, a los ingleses a esconderse de los bombardeos de Hitler y tampoco iba a ponerse a discutir sobre libertades individuales con algún “desobediente”. Se trataba de salvarlos sin especular con las próximas elecciones, de hecho las perdió.

Solía soñar con Rousseau quien decía que el hombre era naturalmente bueno y que la sociedad lo corrompía contraponiendo a la idea de Hobbes que el hombre era naturalmente malo y el orden social lo mejoraba.

Hoy me quedo con Hobbes.

Por Prof. Hugo Schneider

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