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«Lo dos de la Patagonia», la nueva columna de Fabio Seleme

Estepa y bosque son las dos formas en las que se puede pensar la Patagonia. Sencillamente porque son los dos modos en que se puede “estar” en ella. Estepa y bosque, dicotómico alojamiento de la experiencia patagónica en la que la seguridad de su unidad se obtiene sólo en la prueba misma de la escisión.

(Por Fabio Seleme) Estepa y bosque son las dos formas en las que se puede pensar la Patagonia. Sencillamente porque son los dos modos en que se puede “estar” en ella. Estepa y bosque, dicotómico alojamiento de la experiencia patagónica en la que la seguridad de su unidad se obtiene sólo en la prueba misma de la escisión. Y eso dos que nos disputa en la superficie se instaura desde la profunda dualidad geográfica concomitante de la montaña y la meseta. No hay más alternativa en la Patagonia, o se “está” en la espesura boscosa de la cordillera o se “está” en la desolación esteparia de la planicie. Y decimos “estar” y no “ser” pensando en la diferenciación que de estos dos infinitivos hizo Rodolfo Kusch. Porque mientras el “ser” supone una identidad que reposa sobre sí misma y en independencia de las circunstancias, el “estar” habla de una forma provisoria y pasajera, y por tanto más auténtica, de existencia que se sitúa periférica frente a aquello que la sobrepasa. En este caso, la intemperie del “estar” en la estepa y la sumersión del “estar” en el bosque son las posibilidades que conjugan nuestra vivencia existencial en la saturación y la falta patagónica. Hablar de ser patagónico no parece entonces un camino transitable. Más bien la condición de quien habita la Patagonia parece tener que ver exclusivamente con el “estar” en ella. Yecto, errante, migrado en medio de ese espacio inabarcable que cuando es bosque se afirma fragoso, fecundo y compacto  y que cuando es estepa se niega pobre, infértil y ralo.

En esta segmentación dual, “estar” en la estepa supone estar expuesto, siendo en lo abierto del espacio que se recorta apenas en los escalonamientos de sus mil mesetas y cañadones, que terminan en la sal oceánica de las mareas. Por el contrario, “estar” en el bosque, que escala hasta poco antes de la  nieve eterna de las cumbres, es situarse hundido en la inmediatez de los límites y obstáculos innumerables que uno encuentra en todas las direcciones, mientras las ramas y frondas en movimiento alucinan la escucha.  En la estepa, por el contrario, es la mirada la engañada, desterritorializada por una distancia que sirve para espejar en el horizonte los infinitos del ocre y el celeste. En la estepa uno transita y se desplaza por la sobria melancolía de los matices de lo mismo, mientras que sobre el suelo húmedo del bosque, que respira y deglute la hojarasca ralentizada, se escudriña el laberinto colado por el sol y los colores para encontrar la certeza del sendero. Así, entre la densa multiplicidad compleja de las cosas lo que brota en el bosque es la conciencia y se realiza hasta una potencia inconmensurable. En la estepa, por su parte, la lisura monótona no entrega a la atención nada particular y disipa los registros llevando el pensamiento hacia la nada.

Mundo refractado y transfigurado en el contraste. Hay algo, sin embargo, que el bosque y la estepa intercambian, porque la condición espacial que se traduce en las maneras de ver en el bosque y la estepa, se invierten en la condición temporal con la que fluye el agua que las conecta. Es decir, que mientras en el entramado del bosque cordillerano la visión se traba y choca en los impedimentos vegetales, el agua baja de la montaña rápida y directa con la lógica de la gravedad y el orden cronológico del torrente. Por el contrario, en el espacio abierto y desolado de la estepa es la visión la que viaja veloz y lineal a la distancia, pero sin declive el agua zigzaguea lenta y demorada en la cercanía de cursos espiralados que desvanecen toda sucesión.

Pensar la Patagonia sólo es posible, entonces, en términos de bosque y estepa porque en definitiva son las dos formas en que uno puede pensarse en ella. Irreductibles y antagonistas, estepa y bosque son dos formas de una especie de cortocircuito antidialéctico que nos deja simplemente frente a dos formas de “estar”. Y en consecuencia, el “estar” en la Patagonia de modo imaginario es siempre  también estar “entre” ese dos de la diferencia de las dos formas de “estar”. Y estar en la estepa es, a su vez, estar “entre” los planos horizontales interminables del suelo y el firmamento por donde cruza el viento, como estar en el bosque es estar “entre” lo que emerge vertical y vivo.

La Patagonia es en definitiva una disyunción y el dos de su cifra abre a la experiencia divergente, donde o bien nada arraiga o bien el enraizado satura la tierra. De cualquier forma, las frágiles ciudades donde vivimos apenas se enclavan rodeadas por las jurisdicciones ajenas del bosque o de la estepa que persisten en acosar nuestras fantasías con la sumersión o la intemperie.

(*) Secretario de Cultura y Extensión de la UTN.

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