Coordinado por Ángela Queiroz, el grupo “Puentes de Esperanza” se reúne cada viernes en la Fundación Formar de Río Grande. Está integrado por mujeres que atravesaron y superaron el cáncer, y que hoy brindan contención, apoyo espiritual y escucha a quienes transitan la enfermedad o acompañan a un ser querido. “No somos pacientes: somos sobrevivientes”, repiten como mantra quienes transformaron el dolor en solidaridad.
Río Grande.- Por ‘La mañana de la Tecno’ en Radio Universidad 93.5 MHz, Ángela Queiroz, coordinadora del grupo “Puentes de Esperanza”, dio cuenta del trabajo de contención a aquellas personas que sufren el flagelo del cáncer que ellas mismas han padecido.
En una sala cálida de la Fundación Formar, entre mates, lágrimas contenidas y sonrisas sinceras, se teje cada semana una red invisible. Es una red hecha de palabras, de abrazos y de silencios compartidos. Allí, cada viernes a las seis de la tarde, el grupo Puentes de Esperanza abre sus puertas a quienes enfrentan una de las batallas más difíciles: la del cáncer.
La iniciativa nació hace poco más de dos años, impulsada por cuatro mujeres que habían superado la enfermedad y sintieron la necesidad de acompañar a otros en ese mismo camino. Desde entonces, el espacio se sostiene con trabajo voluntario, compromiso emocional y una profunda fe en la vida.
“Este grupo surgió porque sabíamos lo que se siente cuando uno recibe ese diagnóstico —cuenta Ángela Queiroz, su coordinadora—. Sabemos lo que es tener miedo, no poder dormir, pensar en los hijos, en la familia. Pero también sabemos lo que se siente cuando alguien te tiende la mano. Eso es lo que queremos hacer: tender puentes hacia la esperanza”.
Un refugio para el alma
En Puentes de Esperanza no hay bata blanca ni horarios rígidos. Lo que hay es escucha, contención y empatía. Cada encuentro es distinto: a veces se organizan charlas con médicos o psicólogos que colaboran voluntariamente; otras veces, se dedican a talleres de manualidades, pintura o tejido, que funcionan como una terapia emocional y una forma de reconectar con la alegría.
“Las actividades manuales ayudan muchísimo —dice Ángela—. En esos momentos las personas se distraen, se relajan y vuelven a sentirse capaces. Es increíble ver cómo se transforma el ánimo de alguien que llega triste y se va con una sonrisa”.
Pero más allá de las actividades, el corazón del grupo es la escucha mutua. En cada ronda, alguien comparte su historia, sus miedos o sus avances. No hay juicios ni consejos forzados, solo una escucha profunda que da lugar al alivio.
“Muchas veces, el enfermo no quiere preocupar a su familia y se guarda el dolor —explica Queiroz—. Aquí pueden hablar sin miedo. A veces lloramos juntos, otras veces reímos. Pero siempre salimos más livianos”.
La familia también necesita contención
Uno de los ejes del trabajo de Puentes de Esperanza es incluir a los familiares. Para Ángela, “el cáncer no afecta solo al paciente, sino a todo su entorno”. Los hijos, las parejas, los amigos, todos viven con la ansiedad de los estudios, los tratamientos, el miedo a una recaída.
“Por eso insistimos en que la familia venga —dice—. La familia es el pilar del paciente, y si el pilar se quiebra, el enfermo se cae. Todos necesitamos contención, no solo quien lleva la enfermedad en el cuerpo, sino también quienes la viven en el alma.”
Ciencia, fe y comunidad
Aunque el grupo no recibe apoyo estatal ni depende de ninguna institución médica, mantiene un vínculo estrecho con profesionales de la salud que ofrecen charlas o asesoramiento. Algunos de ellos también son sobrevivientes, lo que hace que el acompañamiento sea aún más empático.
Sin embargo, más allá de los aspectos médicos, Puentes de Esperanza se apoya fuertemente en la dimensión espiritual. La oración, los momentos de silencio y las reflexiones compartidas forman parte de la rutina.
“Creemos que la fe también cura —afirma Ángela—. No hablamos de religión en particular, sino de creer en algo más grande, en la posibilidad de sanar, de tener esperanza. Cuando uno siente que no está solo, que hay alguien más que lo sostiene, el cuerpo también lo siente.”
Testimonios que inspiran
Entre los asistentes, hay historias que conmueven. Algunas mujeres llegaron al grupo devastadas, recién diagnosticadas o atravesando tratamientos agresivos. Con el tiempo, muchas lograron reponerse y hoy son ellas quienes acompañan a otras.
“Yo llegué muy mal —cuenta una participante—. No quería salir de mi casa, tenía miedo de todo. Pero acá encontré gente que me entendía sin que tuviera que explicar nada. Me devolvieron la esperanza. Hoy puedo decir que volví a vivir.”
Ángela escucha esas palabras y sonríe. “Esa es nuestra recompensa —dice—. Ver que alguien que llegó quebrada, vuelve a sonreír. Que vuelve a tener ganas de hacer planes, de vivir. Por eso lo hacemos”.
Una red que crece
El grupo, que comenzó con apenas unas pocas integrantes, hoy convoca a unas diez personas de manera estable, aunque muchas otras se suman por períodos más breves. Cada encuentro es una oportunidad para fortalecer vínculos, sanar heridas y recordar que, incluso en medio del dolor, siempre hay espacio para el amor y la esperanza.
“Queremos que la gente sepa que hay un lugar donde puede hablar, llorar, compartir y también reír —insiste Ángela—. Que hay otras personas que lo vivieron, que lo entienden y que sobrevivieron. Eso somos: un puente de fe, de esperanza y de vida”.
Las reuniones son abiertas y gratuitas. Quienes deseen participar o acompañar al grupo pueden comunicarse al (2964) 49-3102 o acercarse directamente los viernes a las 18 horas, en la sede de la Fundación Formar, ubicada en el centro de Río Grande.

















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