Por Daniel Ferreyra (*)
Entre la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación: ¿Primero crecer y luego distribuir? Sin embargo, los objetivos son claros. El gobernante es elegido para hacer la felicidad de su pueblo y labrar la grandeza de la Nación. Dos objetivos antagónicos en el tiempo. Muchos obsesionados por la grandeza y apresurados por alcanzarla llegan a imponer sacrificios sobrehumanos a su pueblo. Otros preocupados por la felicidad del pueblo olvidan la grandeza. El verdadero arte consiste precisamente en hacer todo a su tiempo y armoniosamente, estableciendo una perfecta relación de esfuerzos para engrandecer al país sin imponer a la comunidad sacrificios inútiles. Es preferible un pequeño país de hombres felices a una gran nación de individuos desgraciados.
JUAN DOMINGO PERON
Se señala con frecuencia que la grandeza de una Nación antaño dependía de su desarrollo militar, como así de su expansión territorial, y que, por estos tiempos, depende también de su prosperidad económica, es decir, de su riqueza material, lo que significa, en términos macroeconómicos, del tamaño de su producto bruto interno, de la capacidad de la economía de una Nación de producir bienes finales o terminados.
Así, se sostiene que el hecho político más importante de la antigüedad fue la antigua Roma, donde confluyó la sabiduría política y militar de su época. Manifestará Jean Jacques Rousseau que el objeto de la legislación romana fue la virtud. En este sentido reconocía Hannah Arendt que la antigua Roma quizás fue la sociedad más política que existió.
Sin embargo, una Nación grande, con una gran capacidad de producir bienes y servicios, no es garantía de un Pueblo feliz. En tanto que la grandeza de la Nación está sujeta a las posibilidades de producción de su economía, la felicidad del Pueblo requiere, además de muchas cosas que no se miden económicamente, de un elevado nivel de ingresos de cada ciudadano, en otras palabras, depende del aumento equitativo de la calidad de vida de cada uno de nosotros, aquella que nos permita adquirir más bienes o servicios, aumentando nuestras posibilidades de consumo. En otras palabras, la felicidad de todos nosotros depende de un elevado nivel de ingresos medio, que no hay que confundir con el ingreso per cápita.
Esta discusión se plantea científica y académicamente entre la tensión de dos principios, la eficiencia y la equidad. El primero pertenece al ámbito de la ciencia económica. El segundo corresponde al plano de la moral. O si se quiere, la oposición entre dos ideales políticos, la libertad y la igualdad.
Para la eficiencia es necesario aumentar lo mayor posible la cantidad de bienes y servicios que el mercado de un país pueda producir y tolerar. Es decir, maximizar la producción. No importa como resulte la distribución de esa producción. En cambio, la equidad está más enfocada en la igualdad de esa distribución de la producción, aunque la cantidad producida se vea afectada o disminuida por las políticas redistributivas del ingreso. Ambas requieren de políticas económicas distintas, aunque los resultados distributivos sean diferentes.
¿A cuanta libertad estamos dispuestos a renunciar para lograr una sociedad justa? ¿Cuánta equidad estamos dispuestos a ceder para lograr una sociedad libre? Son preguntas que todo país debe responder para determinar su rumbo.
La eficiencia para el liberalismo clásico pedirá la desregulación del mercado y la inversión en bienes de capital, sacrificando consumo presente, para aumentar las posibilidades de producción futuras y, a la vez, aumentando el consumo en el futuro. Así, se dice que la inversión en bienes de capital provoca un crecimiento económico más rápido. Desde este enfoque económico, de la distribución se encargará la “mano invisible”, instrumento teórico más místico que científico, aunque para muchos muy atractivo.
La equidad, en tanto, exige de políticas redistributivas, gravar el ingreso de quienes resulten más favorecidos en el reparto de bienes que resulta espontáneamente de las fuerzas del mercado para mejorar el nivel de vida de aquellos que resulten menos favorecidos. Desde una mirada clásica de la economía, claro está, esto genera ineficiencias en el mercado, caída de la producción, aunque no inequidades. Para muchos, con las políticas redistributivas baja la tasa de ahorro e inversión y con ello la riqueza cae.
¿Qué aconsejan los economistas ortodoxos? Regirse por la eficiencia: primero crecer, luego distribuir. La mano invisible se encargará de la distribución de bienes. Se podría decir que en la primera época peronista se empezó al revés. Se priorizó primero las posibilidades de consumo, y luego el desarrollo del capital.
Es sabido que en la primera época peronista, el gobierno planificaba el desarrollo del país a través de los célebres planes quinquenales. Así se decía: concepción y planificación centralizada, ejecución descentralizada. Hoy parece que la industrialización no parece posible sin organización y planificación gubernamental, especialización del capital (entiéndase una división del trabajo) y un sistema financiero desarrollado.
En el primer plan quinquenal se desarrolló la industria liviana y de consumo. Lo que se tradujo en un aumento del nivel de vida de los argentinos, y un aumento de las posibilidades de consumo presente, el de todos nosotros. El desarrollo de la industria pesada o industria de base quedaría relegado para el segundo plan quinquenal, la cual quedó inconclusa.
Todo el conjunto de medidas que permitieron el desarrollo principalmente de las pequeñas y medianas industrias del interior del país (v.gr. los “bolicheros”) que producían bienes y servicios para el consumo de los argentinos, y que hoy conocemos como modelo de mercado interno, permitió el desarrollo de un capitalismo nacional, impulsando el desarrollo de una clase industrial, la denominada “burguesía nacional”, coexistiendo con la llamada “burguesía internacional”, aquella que produjera para el mercado internacional.
Ese capitalismo doméstico implementado en la primera época peronista, aumentó la capacidad de producción de la economía argentina, mejorando también las posibilidades de consumo presentes de los argentinos. Así, se pretendía, poner el capital al servicio de la economía, y esta al servicio del bienestar social. Con las políticas económicas adoptadas en el primer peronismo, se mejoró la felicidad del Pueblo, aumentando el nivel de vida de los argentinos, y la eficiencia no se vio afectada en su totalidad, puesto que la frontera de la economía nacional también se ensanchó.
Quizás este plan no era del todo errado. Si bien el caso de primera nación industrial no es aplicable, como lo es el caso de Inglaterra, pues no había otros países industrializados, y el costo tecnológico era bajo. Haciendo un paralelismo un poco ambicioso, se puede pensar el esquema de la revolución industrial como de dos fases. La primera, el desarrollo del mercado interno, que desplegó la producción de alimentos, bienes de consumo básicos, y carbón. Y representaba una economía estable. Ese fue el combustible de la revolución industrial. En tanto que la mecha que encendió la Revolución Industrial fue la exportación, más dinámica y sujeta a fluctuaciones, siendo el sector dirigente las manufacturas de algodón, la cual estimulara la industrialización en términos generales y la revolución tecnológica. En este proceso, el papel del Gobierno no fue secundario.
Hoy la discusión entre aquellos que defienden una economía grande y eficiente, por un lado, y aquellos que prefieren una buena distribución, por el otro, está latente. Los manuales de economía clásica nos dicen que primero hay que crecer y luego distribuir. Hay quienes no hicieron caso del todo a estos postulados. Algunos hoy todavía creen que también esto constituye una experiencia política válida.
Para cerrar, está claro que si bien no puede desconocerse la importancia de la faz económica, también es cierto que no es lo único que cuenta. Así lo expresó elocuentemente Robert Kennedy: El Producto Interno Bruto no refleja la salud de nuestros hijos, ni la calidad de su educación ni el placer con el que juegan. No incluye la belleza de nuestra poesía ni la fortaleza de nuestros matrimonios; ni la inteligencia de nuestros debates ni la integridad de nuestros funcionarios públicos. Tampoco mide nuestro ingenio ni nuestro valor; tampoco nuestra sabiduría ni nuestro aprendizaje; no mide nuestra compasión ni nuestra devoción a nuestro país.
Bibliografía:
Juan Domingo Perón, La Fuerza es el Derecho de las Bestias, Ed. Volver.
Jean Jacques Rousseau, El Contrato Social, Ed. Clásicos Petrel.
Samuelson-Northaus, Economía, Ed. Mc Graw Hill.
Peter Waldmann, Peronismo, Ed. Hyspamerica.
(*) El Dr. Daniel Ferreyra es docente de la Facultad Regional Tierra del Fuego de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) y de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES).
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